domingo, 14 de junio de 2009

Historias minimalistas, ¿o eran mínimas?

Carlos Sorín se pasa al cine de producción mínima con buena letra
Tras una larga temporada dedicado a la publicidad, Carlos Sorín vuelve al cine probando con una fórmula que se acerca más al documental que al cine que le dio notoriedad mundial en 1986. En 2002 se estrenó esta película de producción propia, con medios escasos y actores aficionados entre los cuales sólo hay dos nombres profesionales, Javier Lombardo y Enrique Otranto. Esta película devolvió el nombre de Sorín al panorama cinematográfico, otorgándole además el Premio Especial del Jurado en el Festival de San Sebastián.

En este filme somos testigos de tres historias que se entrelazan de forma sutil y natural, tres personas muy distintas de tres generaciones que viajan a un mismo lugar en un mismo momento persiguiendo una ilusión.

Contención bien llevada

Tras haber ganado el premio máximo en el Festival de Venecia con su primer filme, “La Película del Rey” en 1986, el director Carlos Sorín dirigió un segundo filme que le hizo caer en el olvido cinematográfico debido a las malas críticas que cosechó (”Eterna sonrisa de Nueva Jersey”), lo que le sirvió como pretexto para alejarse de este medio.

Ahora, con un cambio radical de registro, se lanza a un cine de dimensiones pequeñas que se adentra en el ser humano sin necesidad de mover grandes cifras. Esta forma de hacer cine implica prescindir de grandes estrellas del celuloide, dando una oportunidad a principiantes y actores no profesionales que consiguen, gracias a la labor de Sorín, hacer absolutamente creíbles todos y cada uno de los personajes sin excepción.


Los personajes de Don Justo y María Flores, debutantes en la actuación interpretados por Antonio Benedicti y Javiera Bravo respectivamente, están interpretados de forma magistral, especialmente Benedicti, que lleva el peso emocional del filme en el camino que recorre buscando a su perro huído. Cabe destacar el papel interpretado por este perro, que tampoco es profesional y que sin duda aporta el mejor momento de toda la película, mostrando a la perfección el sentimiento de indignación contenida y de arrepentimiento. La actuación de este animal consigue transmitir todo el sentimiento que la escena necesitaba y va más allá, siendo la mejor interpretación animal desde hace mucho tiempo, pues podríamos decir que da la sensación de comprender el papel a la perfección. Esto ayuda a entender el por qué de Justo cuando dice que su perro es el único que le comprende y que sabe distinguir entre el bien y el mal, resulta fácilmente creíble. En cuanto a los dos únicos profesionales del filme, Enrique Otranto tiene un papel mínimo como hijo de don Justo que no le da lugar a lucirse, mientras que Javier Lombardo borda un Roberto que es capaz de salir de cualquier situación, pero que se ve empañado por el papel de Don Justo, que se erige así como protagonista de la cinta a pesar de contener ésta tres historias diferenciadas.

La belleza de lo simple

Puede llamar la atención el hecho de que, a pesar de ser un filme sin pretensiones estilísticas y sin muestras de virtuosismo visual, con historias bastante simples, esta película llegue a resultar llamativa en el ejercicio de sus formas. Si bien la predilección de los primeros planos (e incluso primerísimos primeros planos de forma muy frecuente) puede estar justificada por la búsqueda de intimidad, por el carácter humano de este filme, hay en el resto de planos algunos que realmente sacan una sonrisa por su simpleza y a la vez efectividad.

Hablo, por ejemplo, de ese travelling del coche circulando por una árida carretera que es seguido por la cámara en la sombra del coche, algo simple pero a la vez curioso. Hablo de un primer plano de Don Justo con su hijo Carlos al fondo colocando una antena parabólica en un pueblo que apenas tiene corriente eléctrica, y hablo de ese plano en que el perro de Justo “reflexiona” sobre el pasado mientras su dueño espera ansioso una muestra de perdón de éste a lo lejos, en el fondo del plano. Son esos detalles los que muestran un sentimiento que se refleja de forma muy sutil pero que está ahí, ante los ojos de aquél decidido a percibirlo. Es ésta una película muy realista pero a la vez muy trabajada.

La iluminación es absolutamente natural, con el consiguiente trabajo que eso conlleva. Los artificios están reducidos al mínimo para contar historias que no necesitan nada más. No, no necesitan decorados especialmente creados: es la Patagonia misma quien pone al servicio del director sus áridos paisajes, parecidos pero a la vez tan distintos de la Ruta 66 que sirve de escenario a las road movies de Hollywood, antítesis de esta historia de carreteras pobres que persiguen sueños totalmente distintos a los de los protagonistas norteamericanos.

En cuanto a la música, podemos decir que como todo en esta película está reducida al mínimo, aparece sólo cuando la historia lo necesita y se esfuma cuando ya ha cumplido su función con respecto al personaje. A veces es diegética, es decir, emana de elementos que aparecen en la escena (como en el coche cuando Julia pone un CD de música en inglés) y otras veces llega de la nada en forma de instrumental a tono con el filme, simple pero efectiva, para potenciar los sentimientos.

Cine y nada más

Estamos ante un ejercicio que nos muestra cómo enlazar historias de forma sutil y nada rebuscada. Tres personajes con un mismo lugar de destino, San Julián, que viajan de formas distintas y se van encontrando en el camino, unas veces cruzándose casualmente y otras uniéndose en la ruta. Cómo pasar de la historia de Roberto, que va de vuelta en su coche, al desenlace de María, que espera al autobús en la misma carretera por la que circula Roberto y que cuando se monta en el bus ve a Justo en él sentado, junto a su perro Malacara. Tan simple como hacer que unos se vayan encontrando a otros, sin teorías rebuscadas ni estrategias laberínticas. Diálogos tan naturales que parece que estemos ante cruda realidad en lugar de planeada ficción, que nos preguntemos si realmente es una película o si se trata más bien de un documental, todo ello ayudado por unas actuaciones que rozan la perfección de lo real.
Personajes que se presentan a sí mismos, sin necesidad de narradores, y que cuando llega el momento cuentan su vida al primer extraño que se cruza en su camino y que se muestra interesado, haciéndonos así partícipes de su vida y del por qué de su viaje hasta tan lejos: Roberto se expresa con una panadera que mata el tiempo viendo telenovelas, María se dejará interrogar por una participante despechada que quiere arrebatarle el premio que ha conseguido en televisión y Justo abrirá su corazón ante Fermín, que le acoge en su casa y le ayuda a encontrar a su querido Malacara.

Historias con finales felices pero no rotundos, historias de personajes que trabajan su destino y van hacia él, que improvisan intentando avanzar y perseguir un sueño. Todo esto con un testigo burlón que muestra la falsedad y lo irreal del mundo en que nos encontramos, pues la ficción nunca ha superado a la realidad. Ese testigo es la televisión, que se encuentra presente en todos los lugares a los que llegan nuestros viajeros, mostrando concursos que terminan en regalos inútiles, máquinas que prometen un cuerpo espectacular, telenovelas que intentan imitar lo complejo de las relaciones humanas y las mentiras que éstas ocultan... Una televisión que llamará a María y se lanzará, literalmente, hacia ella como vemos en la escena en que el objetivo de la cámara se le acerca descaradamente. Una televisión que habitará todos los rincones de la vida cotidiana de Roberto, y una televisión que representará la diferencia en el pueblo donde vive Justo, pues su hijo es el único con antena parabólica.

Toda la simpleza que antes ha sido comentada sigue vigente en el tiempo sumario del filme, sin retrocesos ni avances, lineal y efectivo, sin artificios que interrumpan la recepción de estas historias que cuentan poco más que simples aventuras de los protagonistas.

Así, estamos ante una película que reluce por su sencillez, que atrae por su simpleza pero que a la vez demuestra que se trata de un cine puro, un cine posible sin grandes presupuestos que procede de una nación que no puede (o quizás es que no debe) gastar demasiado en hacer películas que no necesitan de tanto para resultar efectivas. Y es que, para contar historias pequeñas, no es necesario más de lo que se emplea aquí: lo mínimo, un cine minimalista y a la vez funcional.

HISTORIAS MÍNIMAS
Dirección: Carlos Sorin.
Países: Argentina y España.
Año: 2002.
Duración: 92 min.
Interpretación: Javier Lombardo (Roberto), Antonio Benedictis (Don Justo), Javiera Bravo (María), Laura Vagnoni (Estela), Mariela Díaz (Amiga de María), Julia Solomonoff (Julia), Anibal Maldonado (Don Fermín), Magín César García (Cesar García), María Rosa Cianferoni (Ana), Carlos Monteros (Losa).
Guión: Pablo Solarz.
Producción: Martín Bardi.
Música: Nicolás Sorín.
Fotografía: Hugo Colace.
Montaje: Mohamed Rajid.
Dirección artística: Margarita Jusid.

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